Tanto la francmasonería como la antimasonería
comparten casi la misma antigüedad, esta última ha sido un movimiento
que denuncia a la masonería como corrupta, subversiva, peligrosa,
blasfema o satánica, y por lo general la
culpabiliza de todos estos cargos. Los antimasones políticos acusan al
Oficio de nepotismo, de subvertir la justicia y la ley, de corromper las
instituciones e incluso de planificar la caída de gobiernos como su
forma de vida. Los antimasones religiosos no aceptan los principios
masónicos del deísmo, la libertad de consciencia y la igualdad
religiosa, y los acusan de heréticos, anticristianos, gnósticos, ateos o
satánicos. Ya en 1698 un panfleto impreso en Londres advertía «a todas
las personas devotas» que los masones «son el anticristo que viene a
alejar a los hombres del temor de Dios», y el cristianismo conservador
ha formado parte del núcleo antimasónico desde entonces.
El
secretismo de los masones generó sospechas de inmoralidad durante la
década de 1720, por lo que fueron acusados de alcoholismo,
homosexualidad, flagelación ritual y práctica de orgías. La no ortodoxia
religiosa de los masones y su rápida divulgación por Europa, unida a la
asociación entre la casa protestante de Hanover y las raíces masónicas
de Gran Bretaña, despertó la hostilidad de la Iglesia romana católica.
En 1738 el papa Clemente XII denunció a la masonería y excomulgó a los
católicos que se unieran a dicha orden.
En 1827 se creó en Estados Unidos un partido
antimasónico que emprendió una campaña en contra, y en 1832 presentó un
candidato a presidente, William Wirt. En unos años el partido perdió
fuerza y se disolvió en 1843, pero no
antes de ganar escaños gubernamentales tanto en el Senado como en el
Congreso. La campaña antimasónica provocó el deterioro de las logias,
pero los masones lograron recuperarse de los recurrentes ataques y para
1880 todo volvió a la normalidad.
Información extraída del libro:
La Biblia de las sociedades secretas (Joel Levy)